Detuvo sus palabras y se volvió para mirar a Simón, mientras su rostro aparecía cubierto por las sombras de la noche.
—Tumet’ai
hace tiempo que está enterrada —dijo, y se encogió de hombros—. Nada dura para
siempre, ni siquiera los sitha…, ni siquiera el mismo tiempo.
—¿Cuántos…, cuántos años tenéis?
Jiriki sonrió y sus dientes
brillaron reflejando un rayo de luna.
—Soy más viejo que tú, Seomán. Volvamos
abajo. Has visto y has sobrevivido a muchas cosas hoy, y sin lugar a dudas
necesitas dormir.
Cuando regresaron a la caverna de la chimenea, vieron que
los tres hombres que acompañaban a Simón y a Binabik estaban envueltos en sus
mantos y roncaban profundamente. El gnomo había regresado y estaba sentado, escuchando como varios
sitha cantaban una lenta y triste canción que parecía el zumbido de un avispero
y que discurría como un río. Sus notas inundaban toda la caverna con el fuerte
aroma de alguna rara y marchita flor.
Envuelto en su propio manto y observando los reflejos del
fuego sobre las piedras del techo, el muchacho se precipitó en el sueño,
acompañado de la extraña música de la tribu de Jiriki.
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