Cuando era un niño, tenía pasión por los mapas. Miraba horas y horas Sudamérica, África, Australia, y me hundía en ensoñaciones sobre las glorias de la exploración. En aquello tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando daba con uno, lo encontraba particularmente atractivo. Ponía mi dedo sobre el lugar y decía: cuando crezca, iré allí... El Polo Norte era uno de ellos, otros se esparcían alrededor del Ecuador. Pero había uno, el más grande, el espacio en blanco más grande todos, y ese era el que me producía mayor ansiedad.
………
La conquista de la tierra, que por lo general consiste en
arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente
más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con
atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un
pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en
algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en
sacrificio...
………
Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído
decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo!
Pero sin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me
hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la
misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes
en el planeta Marte. Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba
convencido, firmemente convencido, de que había habitantes en Marte. Si se le
interrogaba sobre la idea que tenía sobre su aspecto y su comportamiento,
adoptaba una expresión tímida y murmuraba algo sobre que “andaban a cuatro patas”.
Si alguien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los sesenta, era capaz de
desafiar al burlón a duelo. Yo no hubiera llegado tan lejos como a batirme por
Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de mentir. Vosotros sabéis que
odio, detesto, me resulta intolerable la mentira, no porque sea más recto que
los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un
sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y detesto
en el mundo, lo que quiero olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como
la mordedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino. Pues
bien, estuve cerca de eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo que le
viniera en gana sobre mi influencia en Europa. Por un momento me sentí tan
lleno de pretensiones como el resto de aquellos embrujados peregrinos. Sólo
porque tenía la idea de que eso de algún modo iba a resultarle útil a aquel
señor Kurtz a quien hasta el momento no había visto... ya entendéis. Para mí
era apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como
lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me parece
que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo,
porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa
mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y
rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia
de los sueños.
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