PÁGINAS

sábado, 24 de marzo de 2018

Momentos 7. "El corazón de las tinieblas" de Joseph Conrad


Cuando era un niño, tenía pasión por los mapas. Miraba horas y horas Sudamérica, África, Australia, y me hundía en ensoñaciones sobre las glorias de la exploración. En aquello tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando daba con uno, lo encontraba particularmente atractivo. Ponía mi dedo sobre el lugar y decía: cuando crezca, iré allí... El Polo Norte era uno de ellos, otros se esparcían alrededor del Ecuador. Pero había uno, el más grande, el espacio en blanco más grande todos, y ese era el que me producía mayor ansiedad.
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La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio...

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Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta Marte. Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba convencido, firmemente convencido, de que había habitantes en Marte. Si se le interrogaba sobre la idea que tenía sobre su aspecto y su comportamiento, adoptaba una expresión tímida y murmuraba algo sobre que “andaban a cuatro patas”. Si alguien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los sesenta, era capaz de desafiar al burlón a duelo. Yo no hubiera llegado tan lejos como a batirme por Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de mentir. Vosotros sabéis que odio, detesto, me resulta intolerable la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino. Pues bien, estuve cerca de eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo que le viniera en gana sobre mi influencia en Europa. Por un momento me sentí tan lleno de pretensiones como el resto de aquellos embrujados peregrinos. Sólo porque tenía la idea de que eso de algún modo iba a resultarle útil a aquel señor Kurtz a quien hasta el momento no había visto... ya entendéis. Para mí era apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños.



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