El barón se puso todavía más
pálido que Abadonna, que era por naturaleza de una palidez excepcional; después
sucedió algo extraño. Abadonna se colocó junto al barón y se quitó las gafas un
instante. Y algo como de fuego brilló en las manos de Asaselo, se oyó un ruido
parecido a una palmada, el barón empezó a perder pie y de su pecho brotó un
chorro de sangre roja, cubriendo la camisa almidonada y el chaleco. Koróviev
puso el cáliz bajo el chorro y se lo ofreció lleno a Voland. Mientras tanto, el
cuerpo exánime del barón yacía en el suelo.
—¡A su salud, señores! —dijo
Voland, y, levantando el cáliz, se lo llevó a los labios.
Se produjo la metamorfosis.
Desaparecieron la camisa zurcida y las zapatillas usadas.
Voland vestía de negro y
llevaba una espada de acero en la cadera. Se acercó rápidamente a Margarita, le
ofreció el cáliz y le dijo en tono imperativo:
—¡Bebe!
Margarita sintió un fuerte
mareo, se tambaleó, pero el cáliz estaba ya junto a sus labios; unas voces, no
sabía de quién, le susurraron al oído:
—No tenga miedo, majestad...
No tema, majestad, que hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y allí donde
se ha vertido, crecen racimos de uvas.
Margarita,
sin abrir los ojos, dio un sorbo, una corriente dulce le subió por las venas y
sintió un timbre en sus oídos. Le pareció que cantaban gallos con voces
ensordecedoras y que en algún sitio interpretaban una marcha. La multitud de
invitados empezó a cambiar de aspecto: los hombres de frac y las mujeres se
convirtieron en cadáveres. La putrefacción inundó la sala ante los ojos de
Margarita y flotó un olor a sepultura. Se derrumbaron las columnas, se apagaron
las luces y desaparecieron las fuentes, las camelias y los tulipanes. Y todo
quedó como antes: el modesto salón de la joyera y la puerta entreabierta que
dejaba ver una franja de luz. Margarita entró por esa puerta.
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