Sacó un documento de su
cartera negra y se lo mostró a Sarcasmo.
—Usted conoce, sin duda,
este contrato, señor Consejero. En su momento lo cerró personalmente con mi
jefe y lo firmó con su propia mano. En él se dice que le son otorgados a usted
durante este siglo, por parte de su Protector, poderes extraordinarios,
realmente extraordinarios, sobre la naturaleza entera y sobre sus semejantes.
Pero también se dice que usted se compromete a cumplir antes de fin de año,
directa o indirectamente, las siguientes misiones: exterminar diez especies de
animales, sean mariposas, peces o mamíferos; contaminar cinco ríos, o cinco
veces el mismo río; provocar la muerte de diez mil árboles por lo menos, y así
sucesivamente, hasta el último punto: desencadenar en el mundo una epidemia
nueva cada año, como mínimo, que haga sucumbir a hombres o animales, o a unos y
otros. Por último: manipular el clima del país de forma que se alteren las
estaciones del año y haya períodos de sequía o inundaciones. Mi querido señor,
en el año transcurrido solo ha cumplido usted la mitad de estas obligaciones.
Mi jefe piensa que eso es lamentable, muy lamentable. Está enojado con usted. Y
ya sabe qué significa eso para Su Excelencia. ¿Tiene usted algo que objetar?
Sarcasmo, que ya había intentado
repetidas veces interrumpir al visitante, espetó:
—Pero todavía no se ha
acabado el año. ¡Por todos los diablos! Aún estamos en la tarde de San
Silvestre. Tengo tiempo hasta medianoche.
El señor Oruga lo miró con
sus ojos sin párpados.
—Es cierto, ¿y piensa
usted... —echó una ojeada al reloj y prosiguió— realizar todo lo que le falta
en las pocas horas que quedan? ¿Lo piensa realmente?
—¡Naturalmente! —chilló
furioso Sarcasmo. Pero luego bajó súbitamente la cabeza y murmuró con voz casi
imperceptible—: No, imposible.
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