—Escucha, amigo
mío -dijo la sombra al sabio—. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso
puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre
conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos
al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que
fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para
mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una
sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda.
—¡No, eso es
monstruoso! -dijo el sabio—. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y
a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas
eres un disfraz!
—No lo creerá
nadie —dijo la sombra—. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!
—¡Iré a ver a
la Princesa! —dijo el sabio.
—Pero yo iré
primero —dijo la sombra—, y tú irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas lo
obedecieron al saber que iba a casarse con la Princesa.
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