lunes, 28 de septiembre de 2020

Momentos 28. "Mientras la ciudad duerme" de Frank Yerby

Prólogo


A unas quince millas al norte de Nueva Orleáns, corre el río muy lentamente. Se ha ensanchado tanto que se asemeja al mar, y el agua adquiere un tono amarillento por el barro de medio continente. Donde el sol la hiere, parece dorada.
De noche habla el agua con voces oscuras. Va murmurando al pasar por Natchez Trace y por Ormand, hasta llegar al viejo dominio de D’Estrehan, junto al cual fluye cantando. Pero al pasar por Harrow lo hace silenciosamente. La gente dice que allí no puede oírse el sonido de las aguas por ser el río tan ancho. Los técnicos afirman que es por la forma del canal. Pero no es más ancho que en Ormand ni en D’Estrehan. Y, sin embargo, en Harrow está silencioso por la noche.
Harrow debe ser visto después del anochecer. El claro de luna es más agotador. A través de las cuencas sin ojos de las ventanas brillan las estrellas. Pero por la noche, cuando la luna está en su plenitud, Harrow es magnífico. De día se advierte que la pintura blanca se ha desteñido y que han desaparecido las puertas, y a través de sus huecos y de las ventanas puede observarse que el barro y el polvo lo cubren todo. Pero de noche la luna repone el color blanco, y las sombras ocultan los yerbajos que crecen entre el enlosado pavimento. Las columnas corintias se yerguen, plateadas y finas; la gran galería se extiende a lo largo del frente, y el sendero de losas rojas atraviesa con perfectas curvas el jardín lleno de malezas donde antaño crecieron los jazmines del Cabo, y, pasando por el encenagado estanque va hacia la cocina, el trapiche y las casas de los esclavos.
Uno camina muy ligero sobre las losas y se resiste al impulso de girar súbitamente sobre los talones y volver a mirar hacia Harrow. Las luces no están encendidas; tampoco los candelabros de cristal. Y en el jardín, el aroma de los claveles, de la alhucema, del encrespado mirto blanco, de las rojas adelfas, de las mimosas, de las acacias, de las magnolias, de los jazmines del Cabo, de las rosas, de los lirios y de la madreselva son también fantasmas o invenciones de la imaginación, pero tan sugestivos que uno acaba arañándose las manos y los dedos con la dura e indudable realidad de los yerbajos.
La cocina, casita de ladrillos, está a oscuras. La amplia chimenea de catorce pies de anchura se halla silenciosa, cubierta de polvo frío. Pero las pequeñas cacerolas se encuentran aún sobre los trébedes, después de ochenta años, y los ganchos y los asadores están mohosos, aunque en el mismo sitio. Y los hornillos, de superficies planas, donde se colocaban las ardientes brasas, se hallan aún en el fogón, esperando que la vieja Caleen los empuje hacia el fuego, para cocer el pan de su amo mientras canturrea suavemente.
No es grato quedarse allí. Uno sale de la cocina de ladrillos y camina rápidamente por los viejos rieles que parten del trapiche, donde la maquinaria para triturar las cañas se oxida por la humedad; uno tropieza con los duros surcos, de una vejez de ochenta años, hechos en la piedra por los vagones que transportaban el bagazo que debía ser mojado por el río, hasta llegar al desembarcadero, donde desata el bote y da un tirón a la cuerda, para poner en marcha el pequeño motor fuera de borda. Se va luego río abajo por las tranquilas aguas, que ante Harrow están silenciosas, y ni siquiera se vuelve para mirar.

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