Son muchas las personas que durante estos años me han
preguntado de dónde saco las ideas para escribir mis historias y sobre todo la
cantidad de nombres que utilizo. La inspiración para todo ello puede llegar de
cualquier parte: una película, un libro, una frase dicha por alguien al azar,
un cuadro, un paisaje, un refrán, una canción… Intentaré ir desgranando todos
esos pequeños secretos en sucesivas
entradas. ¡Y hay muchos en La leyenda del
Dios Errante! Pues tengo que reconocer que concebí la historia como una especie
de homenaje todo aquello que de alguna manera ha ido marcando mi vida y
modelando mi personalidad.
Voy a comenzar esta serie que he titulado En manos de las musas por uno de esos
nombres que se quedaron grabados en mi mente sin saber muy bien por qué: Pribylon.
Desde un principio tuve muy claro que el barco de mis
protagonistas iba a llamarse de esa manera. ¿Por qué? Os lo cuento:
¿Conocéis el film de 1952 El mundo en sus manos (The World
in His Arms)? Dirigida por
Raoul Walsh y protagonizada por Gregory Peck, Ann Blyth y Anthony Quinn, cuenta
las andanzas del capitán Jonathan Clark apodado "el hombre de Boston", dueño
de una goleta llamada La peregrina. Un audaz e intrépido cazador de focas
que pretende comprarle Alaska a los rusos, y que para ello hace un trato con
los banqueros de San Francisco. Sin embargo, esos planes se verán alterados por
la aparición en su vida de la condesa rusa Marina Selanova de la que se enamora
creyéndola una simple dama de compañía.
Acción, aventura, romance, comedia… ¿Cómo no podía convertirse en una de
mis películas favoritas? De niña me encantaba y aún hoy sigo disfrutándola tanto
o más que entonces. La veo una y otra vez y nunca me canso.
¿Y qué tiene todo esto que ver con el barco en el que navegan Adilaia de
Galatia y sus amigos? ¡Pues muy fácil! ¿Dónde creéis que “el hombre de Boston” cazaba
sus focas? “Rumbo a las Pribilon”,
repetían una y otra vez los marinos de
esa emocionante aventura. O eso era lo que mi mente infantil entendía… Muchos
años después, ya desarrollada mi curiosidad por conocer mundo, y tras volver a
visionar la película, me dediqué a buscar en el mapa las dichosas islas. ¡Cuál
no fue mi sorpresa al descubrir que durante toda mi vida había estado
equivocada! No eran las islas Islas Pribilon sino Pribilof dónde se dirigían La Peregrina y sus competidores. Un
conjunto de islas volcánicas situadas entre Alaska y la costa siberiana.
Una simple letra marcaba la diferencia. Pero poco me importaba tan nimio
detalle. Para mí siempre terminaría con “n”
y me prometí a mí misma que si algún día tenía un barco (algo bastante
improbable porque me mareo un montón y tampoco tengo dinero para ello) lo
bautizaría con ese nombre.
¡Dicho y hecho! El único barco que poseería jamás estaría en mi
imaginación. No necesitaba buscar más. Tenía el nombre perfecto para la nave
que capitaneada por Nemaio Mogar surcaría con elegancia y bravura todos y cada uno
de los mares de un mundo llamado Aurrimar: Pribylon.
Y así fue como las Islas Pribilof del mundo real se grabaron como Pribilon en
mi mente infantil y finalmente se convirtieron en Pribylon, en La leyenda del Dios Errante.
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