—Yo no quería... —Se detuvo, mordiéndose la lengua al comprender lo lamentables, lo inadecuadas que eran sus palabras.—. Si pudiera hacer retroceder el tiempo...
—No puedes. Está hecho.
—Pero mi padre y mi madre...
—Están muertos. —La voz del ser poseía un frío tono despiadado—. Muertos, Anghara. Esa es la verdad y debes enfrentarte a ella. Fueron asesinados por los demonios que soltaste con tus propias manos... y no encontrarás refugio a tu culpa en la locura.
La muchacha contempló estúpidamente la espada, allí en el suelo, tan cerca de ella, pero, al parecer, inalcanzable.
—¿Ni en la muerte? —preguntó.
—Ni en la muerte. Morir sería fácil para ti. Abandonarías el mundo, lo abandonarías a merced de aquello que tú has soltado en él. Y eso, criatura, sería una nueva traición a la Madre de todos nosotros.
Las lágrimas empezaron a resbalar por las pálidas mejillas de Anghara. Era la primera brecha que aparecía en el muro de contención que la conmoción y la pena habían levantado en su interior, y aunque agradeció aquella liberación, era como un vino muy amargo.
—Si lo hubiera sabido... —murmuró con voz entrecortada.
—Criatura, lo sabías tan bien como cualquier otro miembro de tu raza. La Tierra, nuestra Madre, no te impuso una elección: Ella te ofreció la libertad de servirla o despreciarla, y fue tu propia voluntad la que te hizo escoger el sendero tenebroso.
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