El viento ha soplado durante toda la noche. Gime de tarde en
tarde León, echado manso a mis pies. El viajero duerme intranquilo. De vez en
vez lanza unos suspiros profundos y entre sueños habla una extraña lengua,
desconocida para mí. Al escucharle ese raro idioma me viene el recuerdo de otro
viajero que en mala hora fue acogido una noche en la abadía, ya que habría de
ser la causa de su hundimiento.
Muchas veces a lo largo de estos años, el hermano Martín me
contó la historia. Tantas veces la narró con tales detalles, que casi puedo ver
a aquel viajero que llegó al entonces floreciente monasterio muchos años antes
de que yo naciera. Puedo ver su alta figura envuelta en una capa negra, sus
ojos negrísimos con una mirada de fuego, sus negros rizos cayendo sobre una
frente morena surcada de profundas arrugas, su entrecejo sombrío. Más que
cristiano –decía el hermano Martín– semejaba uno de esos sarracenos enemigos de
Dios.
Caritativamente acogieron los monjes al extraño. Contra lo
que presagiaba su apariencia, resultó buen cristiano y frecuentaba la oración.
Mas cuando le preguntaron por su vida, confesó haber morado largo tiempo en
tierra de infieles. Allí, entre moros y judíos, aprendió varias ciencias, entre
ellas el arte de curar. Esto hizo que la mayoría de los monjes le miraran con
recelo. Pero aparte de fray Humberto, encargado del herbolario, que pronto se
benefició de la ciencia del extranjero, encontró en fray Silvestre, el
bibliotecario, un decidido y poderoso valedor.
Ahora, mientras contemplo al
peregrino y al hermano Martín dormir junto al lar y escucho el silbar del
viento del norte, recuerdo la historia que tantas y tantas veces me narró el
hermano. «Si fray Silvestre», decía, «no le hubiera protegido, él no hubiera
permanecido en la abadía y ésta seguiría en pie tan próspera y floreciente como
antaño. Fue su afición desmedida por la ciencia del forastero lo que nos trajo
la ruina. Que Dios le haya perdonado.»
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