Pero una maldición sin más ínfulas, lanzada por un diletante o un aficionado, alcanza para una hora, dos o, como mucho, para un día. Y sus consecuencias, por muy desagradables que lleguen a ser, no son mortales. Aquello era otra cosa. El remolino negro que se elevaba sobre la joven era obra de un mago desarrollado, pleno y sumamente experimentado. Ella no podía saberlo, pero ya estaba muerta.
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