Prólogo
A
unas quince millas al norte de Nueva Orleáns, corre el río muy
lentamente. Se ha ensanchado tanto que se asemeja al mar, y el agua
adquiere un tono amarillento por el barro de medio continente. Donde
el sol la hiere, parece dorada.
De noche habla el agua con voces
oscuras. Va murmurando al pasar por Natchez Trace y por Ormand, hasta
llegar al viejo dominio de D’Estrehan, junto al cual fluye
cantando. Pero al pasar por Harrow lo hace silenciosamente. La gente
dice que allí no puede oírse el sonido de las aguas por ser el río
tan ancho. Los técnicos afirman que es por la forma del canal. Pero
no es más ancho que en Ormand ni en D’Estrehan. Y, sin embargo, en
Harrow está silencioso por la noche.
Harrow debe ser visto
después del anochecer. El claro de luna es más agotador. A través
de las cuencas sin ojos de las ventanas brillan las estrellas. Pero
por la noche, cuando la luna está en su plenitud, Harrow es
magnífico. De día se advierte que la pintura blanca se ha desteñido
y que han desaparecido las puertas, y a través de sus huecos y de
las ventanas puede observarse que el barro y el polvo lo cubren todo.
Pero de noche la luna repone el color blanco, y las sombras ocultan
los yerbajos que crecen entre el enlosado pavimento. Las columnas
corintias se yerguen, plateadas y finas; la gran galería se extiende
a lo largo del frente, y el sendero de losas rojas atraviesa con
perfectas curvas el jardín lleno de malezas donde antaño crecieron
los jazmines del Cabo, y, pasando por el encenagado estanque va hacia
la cocina, el trapiche y las casas de los esclavos.
Uno camina
muy ligero sobre las losas y se resiste al impulso de girar
súbitamente sobre los talones y volver a mirar hacia Harrow. Las
luces no están encendidas; tampoco los candelabros de cristal. Y en
el jardín, el aroma de los claveles, de la alhucema, del encrespado
mirto blanco, de las rojas adelfas, de las mimosas, de las acacias,
de las magnolias, de los jazmines del Cabo, de las rosas, de los
lirios y de la madreselva son también fantasmas o invenciones de la
imaginación, pero tan sugestivos que uno acaba arañándose las
manos y los dedos con la dura e indudable realidad de los
yerbajos.
La cocina, casita de ladrillos, está a oscuras. La
amplia chimenea de catorce pies de anchura se halla silenciosa,
cubierta de polvo frío. Pero las pequeñas cacerolas se encuentran
aún sobre los trébedes, después de ochenta años, y los ganchos y
los asadores están mohosos, aunque en el mismo sitio. Y los
hornillos, de superficies planas, donde se colocaban las ardientes
brasas, se hallan aún en el fogón, esperando que la vieja Caleen
los empuje hacia el fuego, para cocer el pan de su amo mientras
canturrea suavemente.
No es grato quedarse allí. Uno sale de la
cocina de ladrillos y camina rápidamente por los viejos rieles que
parten del trapiche, donde la maquinaria para triturar las cañas se
oxida por la humedad; uno tropieza con los duros surcos, de una vejez
de ochenta años, hechos en la piedra por los vagones que
transportaban el bagazo que debía ser mojado por el río, hasta
llegar al desembarcadero, donde desata el bote y da un tirón a la
cuerda, para poner en marcha el pequeño motor fuera de borda. Se va
luego río abajo por las tranquilas aguas, que ante Harrow están
silenciosas, y ni siquiera se vuelve para mirar.
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