Una tarde de otoño,
nuestras vidas cambiaron de un modo tan completo y repentino como inesperado. La
acción de una persona alteró las vidas de todos nosotros y nos trajo
sufrimientos, destierros, y hasta la muerte.
No he sido nunca un filósofo,
pero me gustaría mucho demostrar, como convencido expositor de la doctrina del
libre albedrío, que no somos más que las víctimas indefensas de las
consecuencias de los actos ajenos. Y envidio la comprensión y la lógica de esos
grandes cerebros, que fácilmente pueden conciliar hasta la tercera y cuarta generación,
por ejemplo, con esta cómoda doctrina.
En aquella hermosa
tarde de otoño, tan vulgar, tan segura y tan apacible, así como tan decisiva en
nuestras vidas, estábamos sentados en la sala de Brandon Abbas, después de
cenar, reunidos por última vez, aunque no lo sospechábamos. Estábamos presentes
tía Patricia, el capellán, Claudia, Isobel, Miguel, Digby, Augusto Brandon y
yo.
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