Allí tomó asiento el pistolero, el rostro vuelto hacia la
menguante luz. Soñó sus sueños y vio salir las estrellas, no se alteró su
resolución, ni flaqueó su corazón; los cabellos, ya más finos y grises,
ondeaban en torno a la cabeza, y las pistolas de su padre, con culatas de
sándalo, reposaban suave y mortíferamente sobre sus caderas. Estaba solo, pero
en modo alguno juzgaba que la soledad fuera una cosa mala o innoble. La
oscuridad envolvió al mundo y el mundo cambió. El pistolero esperaba el momento
de invocar y soñaba sus largos sueños sobre la Torre Oscura, a la que un día llegaría,
a la hora del crepúsculo, y a la que se acercaría, blandiendo su olifante, para
librar una inimaginable batalla final.
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